lunes, abril 09, 2007

Conversación 7
EL ASTRONOMO DESILUSIONADO

Monte Wilson, 11 de julio.

Había subido hasta este observatorio, que posee el telescopio más poderoso de todo el mundo, para obtener las últimas noticias sobre el universo, de labios de un astrónomo que, en tiempos pasados, hizo sus estudios pagándole yo todos los gastos. No le había advertido mi llegada y no lo hallé. Pero, en cambio, pude hablar con su asistente, el doctor Alf Wilkovitz, un joven polaco de origen, que hasta me pareció demasiado inteligente para el puesto subalterno que ocupa.

Por ejemplo, ayer por la noche, mientras fumábamos y bebíamos en una de las terrazas del observatorio, bajo un cielo densamente poblado de estrellas como pocas veces se le suele ver. Alf Wilkovitz comenzó a hablar de improviso diciendo con voz cambiada:

- Mister Gog, siento la necesidad de confesarle algo que hasta ahora no he confiado ni siquiera a mis maestros. Pienso que usted me comprenderá mejor que ellos.

»Hasta hace algunos años la astronomía me parecía la más divina de las ciencias, fue mi primer amor intelectual, apasionado y fuerte. Hoy en día, después de haber conocido más de cerca el cielo, me siento perplejo, turbado, dudoso, a veces hasta atemorizado. La astronomía me ha desilusionado. Compréndame bien: la astronomía, como ciencia exacta, es uno de los más maravillosos edificios levantados por la mente humana en los últimos siglos, pero, en cambio, me ha desilusionado su objeto: el universo sideral.

»Procedo de una familia religiosa, y desde la niñez resonó en mi alma el famoso versículo: «Los cielos cantan la Gloria de Dios». Pero, ahora que conozco mejor el cielo, que conozco de cerca a sus ocupantes y sus lugares, me parece que he sido traicionado. Me había imaginado al firmamento como una arquitectura inmutable y racional, completamente diversa del caos terrestre, como una esfera casi divina muy por encima de este planeta demasiado humano, y... en cambio...».

Alf Wilkovitz arrojó con rabia el cigarrillo encendido un momento antes y levantó su mano hacia el cielo estrellado

- ¿Qué sucede allá arriba?, esto: innumerables e inmensos fuegos huyen y se consumen. ¿Por qué huyen?, ¿adónde huyen? Estamos acostumbrados a las rotaciones regulares de nuestros planetitas alrededor de esa estrella mediana que es el sol. Pero la mayor parte de los astros huyen vertiginosamente, tanto las nebulosas como las estrellas adultas, y no sabemos a dónde y no sabemos por qué. Nuestras mediciones son ridículamente pobres, nuestros más poderosos telescopios se pueden parangonar a los ojos de un insecto que observaran fijamente las excelsas quebradas del Himalaya; el cielo que vemos no es el de hoy, el de este momento; en algunas partes es el cielo de hace varios siglos, en otras partes es el cielo de hace milenios. Parece que las nebulosas más lejanas se esfuerzan por alejarse cada vez más de la Vía Láctea, pero jamás sabremos por qué huyen y a dónde van.

»Los astros huyen como desesperados perseguidos, y al huir se convierten en fuego, es decir, se destruyen. Sus átomos se disgregan por millones cada vez, produciendo luz y calor, pero, ¿qué es lo que se ilumina con esa luz?, ¿quién es calentado con ese calor?, ¿tal vez se disuelven con tan loca prodigalidad a fin de que nuestras noches sean iluminadas con una pálida palpitación? Sería tonta soberbia pensar así, e inconcebible locura el gasto gigantesco hecho para lograr un efecto tan ínfimo. Los abismos siderales son tan enormes que ni siquiera esa gigantesca convulsión calorífera puede elevar mucho su temperatura.

»Y sin embargo, millones de nebulosas, millares y millares de estrellas, desde hace siglos de siglos no hacen más que huir y destruirse, sin una razón imaginable. El derroche de luz y calor que se hace a cada instante en los inconmensurables golfos del firmamento, supera a toda posibilidad de cálculo y de fantasía.

»¿Es posible que una Inteligencia superior y perfecta haya querido esa dilapidación enorme, perenne y completamente inútil? ¿Para qué sirven esos innumerables y pavorosamente grandes fuegos huidizos, que continuamente nacen y arden, destinados a consumirse vanamente aun cuando demoren millones de años? Ante ese pensamiento la mente humana se confunde, aterrorizada ante ese espectáculo absurdo. Algo semejante sucedería si los hombres iluminaran todas las noches, con millones de lámparas y reflectores, el desierto del Sahara o los océanos árticos, lugares donde nadie habita y por donde nadie anda.

»Pero esto no es todo. Hay en el cielo otros misterios que ningún entendimiento terreno podrá desvelar. Durante un tiempo se acostumbró imaginar al cielo como la sede y el espejo de la eternidad: otra ilusión y otra desilusión. Las investigaciones de la astronomía moderna han demostrado que también la ciudad estelar está hecha, de úteros y de cadáveres, de infantes y de moribundos. Las gigantescas nebulosas en espiral son las matrices o las placentas de nuevas estrellas. Pero esos fuegos suicidas no son eternos: crecen, se dilatan, resplandecen con luz azul y clara en los vigores de la juventud, y después, poco a poco se empobrecen, adquieren color amarillento oro, luego el color de las brasas v finalmente se convierten en cuerpos negros e invisibles, en tenebrosos espectros de muertos que deambulan en los tenebrosos ataúdes del infinito. El cielo es una infinita incubadora de infantes, pero es también un infinito cementerio de muertos. La ley del nacimiento, el crecimiento y la decadencia, que se creía propia de la efímera vida terrestre, es la ley que reina también en lo alto del cielo. Lo que se dijo acerca de los seres humanos: similares a hojas que se desarrollan frescas en la primavera y caen marchitas en el otoño, es también verdad para las estrellas. Esos inútiles fuegos fugaces son, al igual que los hombres, mortales, tan sólo hay una diferencia: que los hombres viven por espacio de millones de segundos, y los astros viven millones de años, pero, respecto de la eternidad, ¿hay en ello alguna diferencia?».

»Comprenderá usted ahora mi extravío y mi angustia. Donde creía hallar la perfección sublime de lo racional no he hallado más que un desgaste inútil, una prodigalidad alocada, un movimiento y una destrucción sin objetivo y sin razón. Donde creía hallar finalmente la majestad de lo inmutable y de lo incorruptible he hallado las habituales alternativas de lo pasajero y lo transitorio, del nacimiento trabajoso, de la juventud malgastada, de la decadencia senil y de la muerte inevitable. En cuanto regrese mi maestro abandonaré el observatorio y la astronomía. Al igual que los demás hombres me contentaré con ser un pobre insecto hambriento que se mueve entre las hojas de hierba de los prados terrestres».

Así me habló el joven Alf Wilkovitz; se notaba en su voz el temblor de la ira y en sus ojos se traslucía ese húmedo brillo que se asemeja al llanto.


El Libro Negro
Giovanni Papini